La bella muchacha de ojos azules
entraba y salía simpre que quería de mis sueños.
Manejaba a su antojo mis excentricidades de buzo,
y yo hacía todo cuanto ella quería.
Un día, sin embargo, dejó de venir,
y yo me quedé sumido en una gran tristeza.
La busqué desesperadamente por entre los paisajes de la noche,
pero todo intento fue en vano.
Han transcurrido, desde entonces, treinta y cinco lunas,
y sigo sin saber nada de ella.
A veces le escribo versos como éste,
mientras los ojos se me llenan de lágrimas,
y el alma de fuego.